— ¡Y te comeré, ñam, ñam! — se escuchó en la intimidad de la cabaña.
La frase corrió veloz por sus oídos, tocó una y otra vez sus tímpanos, se detuvo en su lengua hasta paralizarla. Su eco estruendoso se deslizó garganta abajo, transformándose en pompas de jabón, las mismas con las que los niños juegan en verano mientras avanza la tarde. Esas que se estallan, unas a otras, pero esta vez, muy dentro de su estómago vacío. Estallaron hasta petrificarle. Ni siquiera pudo emitir algo parecido al maullido de un gato.
Mejor haber sido un gato con botas para poder huir, para poder salir fácilmente del cuento, engañando a la bruja. Mejor haber sido todo un hacendado, con techo propio, comida y servidumbre, como pocos en el mundo. Pero no. Le tocó en suerte Caperucita y el lobo feroz. ¡Pobre Caperucita! ¡Con tan mala fama del lobo! Triste suerte correría la pobre niña.
— ¡Y te comeré, ñam, ñam! — resonó en sus oídos.
Supo al instante que esa noche sería el menú apetecido. Muy triste terminar así el día. La tarde había caído sin afán alguno, despidiendo entusiasmada el invierno. Se había escondido en el follaje de un verde acogedor. No todos los árboles se desnudan en invierno. Hay algunos que siguen abrazando con sus hojas. Le encantaban esos abrazos. Allí solía quedarse largo rato.
Esa tarde, luego de caer la nieve, se reunieron, como todos los inviernos. Supo al momento que era su último invierno, un invierno realmente maravilloso. Eso contará la historia. Jugó entre los árboles, estuvo bajo el cobijo de un cielo profundamente azul. ¡Cuán feliz había sido jugando en el bosque!
—Juguemos en el bosque mientras el lobo no está. ¿El lobo está?
—Se está poniendo los pantalones.
—Juguemos en el bosque mientras el lobo no está ¿El lobo está?
—Se está poniendo el chaleco.
Cantaron y rieron todos juntos. Uno a uno, los personajes del cuento iban y venían por el claro del bosque. Caperucita, inconfundible, correteaba entre los árboles. El lobo parecía un niño más entre los niños. El cazador entonaba la tonada. La abuela aplaudía desde la puerta de la cabaña.
—¡Y te comeré, ñam, ñam!
Las cinco palabras corrieron en estampida, tropezaron, casi hasta hacer doblar sus rodillas. Fueron sentencia mortal que hería sus oídos. Por momentos pensó que iba a desplomarse. Con la garganta anudada, presintió el final. Su cuerpo parecía gelatina que se deshacía ante el filo amenazante. No sabía si era una garra que semejaba un cuchillo o un cuchillo que penetraba como garra. Esta vez sería finalmente el menú para la cena. Ya no había escapatoria. Nada le salvaría de su destino triste.
Atrás queda su caminata diaria por el bosque, el canto de los pájaros, la lluvia, el viento, el sol abrasador de tantos veranos disfrutados. Se van desvaneciendo en sus recuerdos el olor a leña, el aroma de amasijos para la abuela que, de cuando en cuando, se escapaban de la canastilla y trepaban hasta su boca.
Poco a poco se apagó el coro de los niños jugando al lobo feroz. El juego llegó a su final, como en todo cuento, como en el juego mismo de la vida. La abuela, miró desconcertada a través de sus anteojos agotados, envuelta en su chal traído de la India. Llegó por la nueva ruta de la seda. Lo compró la madre de Caperucita en el mercado chino, por la época de los mercadillos que venden, de a trocitos diminutos, la magia de la Navidad. A Caperucita le compró una campera, ya no de color rojo, sino de un azul celeste, como el del cielo invernal.
La escena parece una obra de teatro mil veces representada en las escuelas. La pequeña Caperucita, tan ingenua, toda ella. Así la describen los cuentos relatados a los niños de la aldea global. Tan crédula y tan linda. Tan inocente. Recostada en el sofá, la abuela, con los años vividos cargados a la espalda. Y el lobo, a quien siempre se le ha reprochado su feroz engaño.
—¡Y te comeré, ñam, ñam! —escuchó finalmente.
Con la mirada pulverizada por el miedo, con el aliento entrecortado, con su fuerza hecha trizas, retrocedió hasta desplomarse, muy cerca del fogón. Lentamente vio acercarse la gigantesca mano del cazador, con una garra de acero entre sus dedos. No tiene escapatoria.
Bio de la autora
Teresa Sierra se define como una militante de la palabra. La palabra le permite navegar en las aguas de la vida. Arma sus veleros, los llena de cuentos y poemas, suelta las amarras y los lanza a la mar. Amasa el pan diario con su trabajo como docente directivo en la Secretaría de Educación de Bogotá (Colombia). Es Magíster en Estudios Literarios. Incursiona también en la Investigación Pedagógica. Obtuvo la Orden Civil al Mérito Literario Don Quijote de la Mancha, otorgada por el Concejo de Bogotá, en el año 2019. Participa activamente en el Taller de Escritura Creativa Paratextos Online de Uruguay. Dirige el Colectivo La palabra Cuenta. Mail: [email protected]
Hay Teresita, ese ñam, ñam me mantuvo 🤓👀y me generó 😩. Excelente relato 👏👏👏 Me siento afortunada de compartir las 🗻 de la vida ⭕🔰💕
Excelente .. te mantiene conectado con los recuerdos de escuela cuando la profe contaba los cuentos y uno quería saber que pasaba. 🥰 se nota lo «militante de la palabra» felicitaciones. Un recuerdo grato 🙏
Hermoso relato, me encanta esta versión de la Caperucita. Eres una dura en estás lides de la escritura, tenaz, admirable y creativa.
Un abrazo
Que hermoso texto, permite no sólo el juego con la palabra también con el texto conocido por grandes y chicos donde permite crear otras perspectivas y otros contextos literarios. Gracias por compartirlo.