No me gusta la palabra irritación porque no me gusta cuando estoy irritable.
Cuando estoy irritable la vida me pica y no puedo rascarme, como si no tuviera tiempo para esperar el ritmo natural de los sucesos, siempre los voy a juzgar lentos; y aunque el otro, en el caso de que haya un otro, se apure, no alcanza, nada alcanza. Porque la irritación se expresa hacia afuera y demanda del afuera, pero viene de adentro, es el cuerpo incómodo, el corazón desencajado, el borde del enojo, el equilibrio perdido, el descuido de los otros, la trama que me habita que solo se ve a sí misma y nada le importa.
Tengo incapacidad de escuchar y capacidad de herir. Me quejo, maldigo, nada es suficiente, no puedo dar amor ni recibirlo, todo es alergia, aunque me quede sola, doy vueltas y vueltas en mi incomodidad existencial.
Creo que el otro es necesario, sea quien sea el otro, un alguien, un algo, un lugar, el vecino, el ómnibus, el trabajo, la lluvia, porque me permite, injustamente, pero me permite, tirar mi pelota, mi golpe, mi látigo y sentir brevemente que eso no es mío. Lo difícil con la irritación como con otras cosas es, mientras sucede, quedarse con uno mismo.