Los plátanos dejan caer sus hojas en la vereda rota. El pasto siempre corto y seco es nuestro lugar favorito para tomar mate. Una reja descolorida circunvala toda la edificación y se pierde ante el colorido muro que la sostiene, que modifica su altura en algunas partes de la manzana y sirve de lienzo para los murales de los alumnos.
La enorme escalinata de mármol de la puerta, blanca y un poco gastada, nos recibe en la entrada. Los dos canteros que descansan en el último escalón no tienen vida, adentro puchos y tierra. La puerta de vidrio deja ver a los estudiantes ir y venir. Los que están sentados en la escalera toman mate, seguramente lo prefieren ante la idea de entrar a clase. La casa de enfrente, de rojo intenso, siempre está escrita con aerosol y en su vereda esperan los “caras”, así llamamos a los que no estudian pero vienen a hacer puerta. Los perros abandonados del centro entran y salen con la esperanza de conseguir la comida que los estudiantes les llevamos o ser convidados con las meriendas; solemos vestirlos de invierno a primavera.
El liceo Manuel Rosé, de Las Piedras, es gigante. Sus pasillos hacen eco. Por sobre la cuadrada edificación se alza la cúpula del observatorio que muy poco tiempo funcionó. El patio interno, descuidado, a veces se transforma en fiesta. Tiene árboles y una cancha exterior donde generalmente ponemos el escenario para los toques que organizamos. El fracasado intento de jardín rodea al gimnasio que años antes fue ejemplo a seguir. Incontables salones en los dos pisos superiores. El aroma a bizcochos asoma siempre en la escalera que va al subsuelo. El tránsito humano en el liceo es movido pero sobretodo en el pasillo que une los laboratorios, los salones, la biblioteca y la cantina. El viejo Manuel Rosé es el espacio en el que transito mí día a día. Es para todos un lugar de encuentro. Venimos incluso cuando no hay que venir.
Vuelvo 10 años después…
Me despierto en el momento que tengo que bajar del ómnibus. Desorientada y apurada agarro mis pertenencias e intento descender, llego a tiempo a la puerta. Mientras el ómnibus está detenido en la parada y yo ya en la vereda, me acomodo la ropa, la cara y el pelo. El vehículo se mueve y lo descubre. Lo veo. El Manuel Rosé sigue ahí pero ya no parece ser tan grande como lo recordaba. Cruzo la calle junto a un grupo de adolescentes que también se dirige al liceo. Los árboles están podados, la vereda sigue rota. El pasto donde solíamos pasar las tardes sigue corto y seco pero ahora no hay nadie. La casa de enfrente perdió la intensidad del rojo y no queda ningún “cara” sentado en su puerta. Me paro a la entrada, miro alrededor. No reconozco la escalera que ahora es gris y de un material diferente. Los canteros dejaron de serlo, parecen plataformas de hormigón.
Llego a la dirección y me presento, lo que me habilita a recorrer el liceo sin restricción. Comienzo a caminar los pasillos que diez años atrás transitaba a diario y en los primeros pasos siento fuertes ganas de llorar. Cada rincón genera un recuerdo y cada persona que cruzo un descoloque que me trae nuevamente al presente. Los pasillos tienen el mismo color y producen el mismo eco. En el gimnasio una clase juega al fútbol. Me permiten pasar, tomar fotos y me invitan a jugar, me río. Salgo por la puerta que da al patio interior. Me asombra la majestuosidad de los árboles, será que nunca les presté atención. Cuando llego a la escalera que baja a la cantina intento percibir el olor, no huelo nada, me decepciono. Ya adentro veo la misma mesa de ping pong, las mismas sillas, el mismo televisor, solo han cambiado el menú y los comensales. Entro a la biblioteca, los laboratorios, a la sala del preparador y a mi antiguo salón, el número 17, que por suerte está vacío. Me siento en el mismo rincón que solía compartir con mi incondicional amigo. Lloro. Recuerdo a los compañeros y a los profesores, y me pienso con diecisiete años. Suena el timbre que anuncia el recreo, me limpio los ojos y salgo. Me uno a la muchedumbre que se dirige a la puerta principal. Busco en la escalinata mi lugar. Nadie me es familiar. Los estudiantes tienen la edad de mi hermano menor, ninguno toma mate, ni toca la guitarra, ni hace malabares, ni llama la atención. Todos miran la pantalla del celular. No hay nada ahora que me lleve hacia atrás. Me siento extraña, ambigua, feliz y acongojada. Me dispongo a guardar mis pertenencias para marchar y algo me toca la pierna, me doy vuelta y veo un perro que me hace fiesta. Lleva puesta una camiseta, me rio.
Hace dos semanas que pienso este lugar. En el ejercicio de mi memoria volví a ese sitio que por lo general evito, que fue escenario principal de una época que me marcó y que siempre preferí eludir. Pero ¿qué soy yo sin eso? El sábado en el taller aprendí que la memoria es constante reconstrucción de los hechos y que depende siempre de cómo y desde qué lugar se los traiga al presente. Paratextos me permitió volver. Accedí al recuerdo desde otro lugar, y como por inercia, mi memoria liberó momentos que no olvidé pero que el peso de aquello que no dejo ir mantiene bloqueados. Por primera vez me fue grato regresar. La clase pasada el taller se convirtió en terapia.