Estaba sentado mirando al suelo y vio caer la primera gota. Alzó la mirada al techo instintivamente, pero se dio cuenta que la gota provenía de su propio sudor. Pasó su mano sobre la frente y miró la palma húmeda antes de secarla en su pantalón. En el reloj que tenía al frente vio la hora en la penumbra de la sala. Eran las nueve en punto. Se distrajo en las zonas descoloridas de lo que había sido una pared amarilla, que ahora solo mostraba el olvido y la nostalgia de mejores épocas. Pensó en Inés y en lo que le hubiera querido decir esa madrugada. Corrió la maleta con su pie y se recostó, recordando las palabras que ella le respondió en su despedida: “No tienes que hacerlo”. Estiró la pierna derecha y palpó con su mano el bolsillo del pantalón buscando la hoja de papel con el mensaje. Allí estaba.
Pensando en la sonrisa de Inés y en las bromas que siempre le hacía por su bigote mal recortado, perdió la noción de cuánto tiempo había pasado hasta que la humedad pegajosa en su espalda le recordó el sopor dentro de la estación. Levantó la mirada hacia el fondo de la sala y vio al dependiente distraído leyendo una revista que algún pasajero había olvidado. Vio los rayos de sol que entraban por las claraboyas, que parecían filtrar nubes de polvo para hacer más sofocante el calor del interior. Sintió sed y repasó su mirada alrededor de la sala hasta que en una esquina vio el letrero que buscaba. Se levantó y caminó hacia los baños, diciéndose en un murmullo que no era un cobarde, pero tampoco quería ser un mártir. Mientras avanzaba sacó el papel del bolsillo de su pantalón y leyó otra vez la frase que lo mortificaba junto a la cruz dibujada. Sintió el mismo temblor de miedo que lo había invadido la noche anterior y arrugó con rabia la hoja para guardarla nuevamente. Abrió la llave del lavamanos, pero no salió ninguna gota de agua. Regresó y se sentó en la misma banca al lado de su maleta con todas sus pertenencias y recordó las palabras que le había dicho a Inés para justificar su partida: “Esta gente no se anda con juegos”. En ese momento sintió que las gotas de sudor recorrían su frente y caían al suelo, en medio del sopor que cada vez era más insoportable. Buscó en el techo y vio un ventilador apagado y se levantó hasta el interruptor, al lado de la puerta de entrada, que como todo en la sala, estaba descompuesto. El reloj seguía marcando desjuiciadamente las nueve en punto.
Miró por la puerta entreabierta hacia afuera de la estación y vio al sol levantar un vapor caliente en las calles del pueblo y entre los rieles del tren que esperaban ser ocupados. Otra vez el papel arrugado estaba en su mano. Lo aplanó leyendo las mismas palabras que se resistían a cambiar: “acá no se admiten sapos”. Repasó los eventos de la mañana anterior y recordó paso a paso el disparo y el reflejo que lo había lanzado hacia la ventana, transformándolo en testigo: el cuerpo tendido al frente de su casa, el pistolero con el arma en su mano derecha, las miradas cruzadas, la inmovilidad que sintió, el dedo que lo apuntaba en señal de advertencia, el escape a la carrera del pistolero y al final de la noche, la nota que nunca debió haber recibido y que sellaría su nuevo destino.
Bio del autor
Alejandro Mejía es presidente de la fundación Panorama Sostenible, cuyo propósito es el de promover la Economía Circular y las comunidades incluyentes a favor del cuidado ambiental y la mitigación del cambio climático, temática en la cual ha publicado ensayos y artículos en publicaciones especializadas. Creador y coordinador de grupos ecológicos. Fue profesor de Investigación de Operaciones en la Universidad Surcolombiana en Neiva, Colombia. Obtuvo su Máster en Investigación de Operaciones en el London School of Economics (LSE) y se graduó en la Universidad de los Andes en Ingeniería Industrial.