Trece años esperando por un corazón, aquel pequeño órgano que en su marcha, su bombeo permanente, involuntario, al compás de un palpitar nos recuerda la vida. Un nuevo corazón que le permita seguir con nosotros. Mi hijo, mi pequeño hijo luchando por un día más, contenido en el amor de su familia, se aferra a la esperanza que da la inocencia. Mientras yo me aferro a la idea de que el Ángel de la Guarda, que se nos ha dado a cada uno, o que la hermosa hada madrina de los cuentos infantiles que a diario le leía, se manifieste, como lo hizo con aquel pequeño muñeco de madera, Pinocho, ante la petición suplicante de Gepetto, su padre, el carpintero: Dios Padre eterno permítele la vida. En un acto amoroso y compasivo aquel corazón llegó. A Pinocho le fue entregado en manos de su hada protectora un corazón de fantasía que lo hizo despertar sonriendo, embebido en el mar de la existencia, humanizado, conectándose en un abrazo largo a su padre, celebrando el milagro de quedarse.
Así estoy yo hoy, como Gepetto, a la espera de ser escuchada en mi ruego permanente desde hace 13 años, cuando nació Pedro, mi tercer hijo, único varón. Ese 12 de noviembre, llegó, en medio de la alegría y la ilusión que trae la vida, en un día de copiosa lluvia como anuncio de un torrencial de emociones en donde nunca imaginamos nos fuéramos a sumergir; las gotas que caían en el cauce de un río sin retorno, invitación al viaje de la supervivencia, del miedo, el riesgo a soltar, a confiar, a tomar la fe en la que nos vimos impulsados a resguardarnos, ante la imposibilidad de encontrar justificación desde la razón sobre aquello que comenzamos a vivir. Pedro entraba a la vida acompañado muy de cerca por la sombra de la muerte. Su pequeño corazón no estaba bien.
Para mis dos hijas, Sandra de 5 y Mariela de 3, la llegada de Pedro significaba la idea maravillosa de tener un bebé a quien mimar, como en esos juegos que compartían en su mundo infantil, en el papel de ser madres, expectantes a tener un muñequito vivo para cuidar, su esperado hermano. Para mi esposo, Manuel, el sueño cumplido de tener un hijo varón, que lo representara y propagara su apellido por una generación más, llevando la bandera de su historia con orgullo. Para mí como madre, Pedro llegaba como nuevo regalo que me permitía seguir construyendo este mundo ideal con que soñamos algunas mujeres desde niñas, un hogar en donde entregarnos, desde el amor y la ternura, en la gran valentía que implica acompañar a este universo, la familia, a desarrollarse.
Y a cada uno de nosotros, nuestro pequeño Pedro le entregó lo suyo. Desde el primer día. En su fragilidad, con esos ojos grandes de color miel, sus pequeños labios carnosos, acorazonados, su nariz respingada enmarcada en su carita redonda, en esa paz que siempre lo acompaña, desde el primer aliento cuando se manifestó en su llanto casi silencioso, como si tuviera la intención desde el inicio de no molestar, ocupándose solo de entregarnos sonrisas al sentirnos cerca.
Así comenzó lo que ha sido un camino de gran aprendizaje para todos. Pedro nos enseñó la ruta del trabajo en equipo, firme, nos alineó. Manuel se ha ocupado del cuidado de Sandra y Mariela en sus rutinas diarias. Las levantadas temprano, el desayuno, el colegio, sus tareas. Por mi parte, como madre, muy cerquita de Pedro, en la demanda que ejerce un corazoncito débil, me dediqué a cuidarlo, sin abandonar mi tarea como madre de tres angelitos y esposa fiel del hombre grande, valiente que me acompaña, mi amado Manuel.
Los viajes recurrentes se volvieron parte de nuestra cotidianidad. Las citas médicas nos han llevado muchas veces a ausentarnos de casa, a Pedro y a mí, uno, dos y hasta tres meses, en ocasiones. Medellín se volvió casi un segundo hogar.
Y es aquí donde me encuentro ahora. Hemos tenido que venir de nuevo. El tiempo se acaba. Los médicos se sorprenden al ver la gran fortaleza de Pedro. No saben cómo a pesar de su estado aún tiene alientos para caminar.
Un poco cansada por las largas horas de vigilia al lado de aquel menudo cuerpo habitado por el alma noble, sencilla, amorosa de Pedro, que se niega a rendirse, hoy al borde, al límite, pues el cuerpo ya no da más.
Pedro duerme, mientras yo no paro mi súplica. Dios se ha convertido en mi oidor permanente. Me sostiene, me da la fuerza y también el discernimiento para mantenerme cuerda. Me recibe. Me anida.
Hijo por favor aguanta.
Son las dos de la mañana. Mi recogimiento meditativo es interrumpido por un sonido que apenas reconozco. Abro los ojos para incorporarme. Hago consciencia de dónde estoy. El sonido vuelve a aparecer. Es el teléfono. De un salto me lanzo a contestar. Una voz de mujer me anuncia con firmeza que el corazón para Pedro ha llegado, está listo. “Deben apurarse. La cirugía comenzará a las ocho de la mañana”, asegura la mujer.
Tomo un largo aliento para no gritar, despertaría a Pedro. Me encargo de estabilizarme. Inhalo lenta y profundamente, exhalando de un solo golpe. Una y otra vez. La mujer al otro lado del teléfono pregunta: “¿está Usted ahí ?, ¿me escuchó?”. “Aquí estoy”, le contesto en un susurro. “Tenía que asegurarme de que no fuera un sueño. Allí estaremos”, le confirmo.
Tomo una ducha rápida. Cierro el maletín que permanece siempre listo en la puerta de aquella pequeña habitación de hotel, con los elementos necesarios. Me encargo de todo antes de despertar a Pedro.
Me acerco a la cama donde duerme aún. Le acaricio la cabeza, haciendo remolinos en su cabellera, cosa que le encanta.
“Hijo levántate”, le digo al oído. “Debemos irnos. Han llamado del Hospital. Llegó la hora que tanto hemos esperado. Tu corazón está listo”.
Pedro abre sus ojos, me mira con asombro. Lentamente logra sentarse en la orilla de su cama. No pregunta nada. Se deja llevar. Lo ayudo a alistarse.
Mi pequeño valiente, pienso.
Tomamos el taxi hacia el hospital. Al bajarnos pido una silla de ruedas para facilitar el movimiento rápido de Pedro. Los enfermeros acuden con rapidez. Lo están esperando. Deben alistarlo.
Necesitamos hacer algo antes, le digo al enfermero que conduce la silla de ruedas que lleva a Pedro.
Busco la capilla de aquel inmenso hospital, en donde tantas veces he sido recibida en esas largas horas de espera durante estos 13 años. Le pido al enfermero que nos espere afuera. Tomo el mando de la silla de ruedas llevando a Pedro dentro del pequeño oratorio frente a la Custodia. Me arrodillo en el reclinatorio.
En un sentimiento de alegría extraña, postrada ante el Santísimo expuesto me entrego totalmente. Entro de nuevo en conversación con mi amado Dios. De rodillas, con mi cabeza inclinada como signo de respeto, los ojos cerrados, las manos extendidas ante aquel sagrario y el corazón abierto, le digo: “Aquí estamos Señor, te entrego a tu hijo, en mi tarea de cuidadora te lo entrego, he cumplido. Tu nos has traído hasta aquí en este largo camino y en ti me abandono y lo entrego”.
Nos abrazamos con Pedro, celebrando aquel solemne momento. Llora en silencio, aferrado a mi pecho, recibiendo toda mi fuerza. Y confía.
Salimos de aquella pequeña capilla, al encuentro del enfermero que permanece en el corredor. Toma la dirección de la silla de ruedas de Pedro, yo me mantengo siempre a su lado. Reanudamos el camino por el largo corredor que nos lleva a la sala de cirugía. El equipo médico sale a recibirnos, separados por las puertas transparentes que sirven de sello para aquella sala. Uno de ellos da un paso adelante quedando casi pegado frente a aquel vidrio. Puedo reconocerlo a pesar de su atuendo que lo cubre completamente, es el Doctor Martínez, quien nos ha acompañado durante más de una década, como cardiólogo de cabecera de Pedro, su ángel de la guarda. Golpea suavemente el vidrio para llamar mi atención. Levanta la mano con su dedo pulgar hacia arriba en señal de que todo iba a estar bien. Yo le devuelvo el gesto inclinando mi cabeza, con mis manos juntas en posición de oración con la intención de manifestarle toda mi gratitud.
Allí dejo a Pedro. En las mejores manos, las de su Padre creador, obrando en de aquel grupo médico dispuestos a conectar el corazón, este corazón de fantasía entregado por un joven de 19 años que había sufrido un accidente de tránsito la noche anterior.
Me dirijo a la sala de espera, un cuarto mediano, provisto con dos sofás grandes, una isla dotada con café, té y agua, con el propósito de hacer un poco más llevadero estos momentos de incertidumbre que parecen eternos en el tiempo. Me acomodo en el sofá y vuelvo a conectarme con la imagen en la capilla. Eso me calma.
Todo está en marcha. Llamo a Manuel y lo pongo al tanto. Lo tranquilizo. Estos 13 años nos han vuelto uno.
Me recuesto en el sofá y quedo rendida en un profundo sueño.
No soy consciente del tiempo.
De pronto la puerta del cuarto se abre, apenas logro percibir el hecho al sentir una pequeña corriente de aire que golpea mis pies descalzos. Alguien entra, me toca suavemente el hombro invitándome a despertar. Es el doctor Martínez. Me incorporo lentamente, quedando sentada en la orilla del sofá, con la cabeza levantada, mirándolo, con ansiedad espero atenta a su anuncio.
“Todo ha salido bien”, me dice. “Más que bien”. En una expresión coloquial, algo poco usual en él, dice: “el corazón arrancó de una, todos en la sala de cirugía quedamos sorprendidos. Sólo nos ha tomado dos horas el procedimiento. Pedro está en recuperación y permanecerá en cuidados intensivos estos próximos días para hacerle seguimiento”.
Lloro, lloro mucho. Las lágrimas salen sin control, a borbotones, desde el alma. Me hacen recordar aquel día de intensa lluvia cuando nació Pedro. Mis lágrimas acompañan el nuevo nacimiento de mi hijo. Hoy un torrencial de emociones baña de alegría y gratitud nuestras vidas. Sí, la vida, irónicamente la vida, gracias a la sombra de la muerte, representada en aquel joven que entregó su corazón. Mis súplicas han sido escuchadas. La respuesta llegó. Mi hijo está aquí para quedarse.